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La crisis tan heterogénea provocada por la pandemia llevó a muchas familias que vivían en la ciudad a mudarse al campo, en gran parte para darles otra crianza a sus hijxs. Mi familia es una de esas tantas que dejó todo y se fue al campo. Te cuento cómo fue y es este proceso personalmente, de madre a madre.

Si tengo que buscar dos palabras para describir nuestra mudanza de la ciudad al campo, elijo caos para mi compañero y para mí, pero felicidad para mis hijxs, sin olvidar que el caos es necesario para terminar de llegar adonde queremos llegar, ese lugar donde muchos que viven acá ya llegaron: la libertad, la independencia, una mejor conexión con ellxs mismxs, gracias a la naturaleza, tiempo de calidad con sus hijxs, la simpleza.
Fueron todos los factores opuestos los que nos llevaron a querer escapar de la ciudad: vivir para trabajar en vez de trabajar para vivir (básicamente porque sino no podíamos pagar el alquiler de una casa con un poco de verde sin avenidas cerca, la prepaga, la escuela que queríamos por dos); la imposibilidad de tener una casa propia y vivir mudándonos cada dos años; el estrés de tratar con clientes y gente más estresada que nosotros; el caos del tránsito, las horas perdidas en el asfalto; los ruidos que con los años se hacen crónicos y peligrosos.

Pensando en el futuro, esto lo veíamos peor todavía para nuestro hijo y nuestra hija, de 6 y 1 año en ese momento. Porque no queríamos que crecieran entre el estrés, la violencia de la ciudad, la agresión cotidiana, la contaminación de todo tipo, la educación libre pero elitista al fin y al cabo…
Por eso elegimos dejar todo, absolutamente todo (lo cual, al año, me resultó devastador) e irnos, juntos, siempre juntos.
Sé que muchas que me leen viven en la ciudad, no quiero herir a nadie, pero a nosotros la ciudad nos enfermó. Mi compañero tuvo ataques de pánico luego de no encontrar lugar para estacionar durante 40 minutos una de las últimas veces que fuimos. Y obvio que extraño cosas de la ciudad, y por eso siempre vuelvo, porque siempre podemos volver si no nos vamos tan lejos. Y que nosotros hayamos optado por esto no descarta que el día de mañana mis hijxs elijan vivir en la ciudad (y un poco me iré con ellxs). Ni significa que el campo sea la mejor elección, simplemente fue la nuestra y la de muchas familias que se vieron ante esta situación.
La transición es dura
Entre dejar todo y armar tu nuevo nido, hay una transición, que es dura para la mayoría de lxs adultxs, esa es la verdad. En las redes sociales muchas veces vemos fotos de familias mudadas en paisajes idílicos pero el campo también es duro para muchxs, por más dinero que tengas: pasan cosas que tienen que ver con la energía del lugar, lo creas o no. Y el tiempo lo pone el monte, no vos. Además, ¡no siempre hay Internet ni señal! (chiste que tiene algo de verdad si trabajás con la red).
O sea, nada sucede de la noche a la mañana, ¡excepto la adaptación de lxs niñxs con el lugar! Enseguida ellxs se tiran en la tierra, cambian sus juguetes caros por piedritas que ahora son muñecos, frutos de los árboles que ahora son soldados, ramas que son casas… Enseguida aparece una tribu de niñxs que lxs acoge, y con ellxs la calma para nosotros adultos que llegamos muertos de miedo, a mil por hora pero también súper contentos y enamorados del paisaje: porque empezás a hablar con sus padres y madres y descubrís que ellxs también se sintieron como vos ahora. Y te dan los datos que justo estabas buscando, te cuentan su propia experiencia, te dan tranquilidad… te ayudan a empezar a bajar los cambios que necesitamos bajar (justamente eso queríamos, pero no es nada fácil) para empezar a habitar el lugar.

Las cosas fluyen. El tiempo pasa, la comunidad te abraza, te “sentís” en el lugar, hay posibilidades de tener medios para empezar a armar tu nido.
Cuando el lugar no es lo que esperabas
No siempre sucede que el lugar que elegiste te “abraza”. Es lo que nos pasó a nosotros. Nuestro destino elegido era algún lugar rural de Uruguay, país donde además de un par de amigxs tenemos familia, pero la cosa no fluyó, sobre todo porque no teníamos ahorros para vivir pagando las cosas tres veces más de lo que nos salían acá en Argentina ni para invertir sin seguridad en un nuevo emprendimiento allá. Y nos pasó algo muy “loco”: ya instalados allá, viajamos a Buenos Aires de visita, y en el medio de la ruta le dije a mi compañero: “No sé, no me dan ganas de volver, la verdad”, llena de miedo por lo que eso implicaba, pero él contestó: “A mí me pasa exactamente lo mismo”. Por eso digo que es muy importante sentir el lugar, o aceptar que no lo sentimos, si no es (y no solo por razones económicas, porque cuando fluye todo fluye). Y lxs niñxs son lxs primerxs en sentirlo, basta con observarlxs.
Y eso es terrible, porque si el lugar no es, ¿qué hacés? Te desesperás, te perdés, porque vendiste todo, dejaste la casa que alquilaste, lo poco que tenés lo dejaste en ese lugar… pero descubrís que tus amigxs y tu familia siguen siendo tu verdadero hogar, y después de la tormenta aparece la calma o el volver a intentarlo. Nuevamente, aunque obviamente tal vez con alguna manifestación, algún síntoma, alguna desregulación a raíz de la nuestra, lxs niñxs se adaptan y se reencuentran con sus amigxs de antes, otra vez, y el juego siempre los vuelve a encontrar con sonrisas y aventuras nuevas.
¿Si funcionó la segunda vez? La verdad es que no… pero el final sí es feliz. Esa vuelta, luego de la oscuridad pero envueltos en el abrazo de lxs amigxs de siempre y otrxs nuevxs, optamos por recorrer el país en nuestro Volvo viejo pero hermoso y preparado para dormir dentro de él y de una carpa de techo, listos para la aventura a la que nos inspiraron familias como los Zapp y muchos nuevos en redes sociales (que también tenían fotos idílicas sin mostrar el lado B, cosa que sí mostraron los Zapp en su libro, así que algo preparados estábamos). Fuimos con un proyecto X, lo disfrutamos un montón pero al poco tiempo una tragedia nos devolvió a Uruguay y allí descubrimos que lo que necesitábamos era otra cosa: dejar de dar vueltas y asentarnos primero en un hogar y lograr más estabilidad laboral.
La tercera es la vencida: cuando encontrás tu lugar
El lugar estaba ahí, esperándonos, con terrenos accesibles, construcción de una casa posible y soñada a la vez, si le damos el tiempo que lleva, un espacio educativo y una comunidad abrazadora, la inestabilidad económica un poco menos inestable…

Nuestro hijo de ya 8 años va solo a su escuela por el camino de ripio y tierra, a lo de sus amigos que parecen de toda la vida, a fútbol… Nuestra hija de 3 años ya hace circo en el pueblo, juega en pilas de tierra con las que construimos nuestras casas en mingas comunitarias, recibe regalos como zapallitos o calabazas de las huertas de lxs vecinxs… El río siempre nos espera para renovar la energía, que acá también se disipa. La sustentabilidad es parte natural de la vida acá. El médico del pueblo nos ayuda a seguir regulándonos; y una doula y tres parteros nos acompañan en la llegada de un ser que no podría haber llegado si seguíamos viviendo en la ciudad: una beba que nacerá en unas semanas, llena de campo, sol, tierra, lluvia y amor.
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La historia de Mane y su familia nos muestra cómo bebés y niñxs conectan de inmediato con la naturaleza. A ellxs la crianza sustentable les es natural. Suscribite más abajo a nuestra newsletter si querés recibir más notas de Mane e información sobre crianza sustentable.
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